La impotencia como forma estructural del capital la frustración bajo el régimen de valorización
La impotencia como forma estructural del capital la frustración bajo el régimen de valorización
El capitalismo produce impotencia. No como accidente, sino como forma estructural, como afecto dominante de una humanidad separada de sus potencias reales. La impotencia no es solo una incapacidad momentánea, ni una debilidad psicológica: es una forma social, una categoría histórica que recorre los cuerpos, las instituciones, los deseos, las ciudades, las máquinas, los algoritmos y los gestos cotidianos. Su sinfonía es múltiple: frustración, resignación, parálisis, miedo, duda, fatiga, obediencia, autoanulación, ansiedad, sumisión, letargo, melancolía, cinismo. Todos estos no son simples estados subjetivos, sino efectos objetivos de un orden que disuelve la capacidad de actuar en común, de decidir, de crear, de destruir lo que nos destruye.
1. La impotencia como síntoma social total
La impotencia es la experiencia de no poder transformar nada. No poder cambiar el mundo, ni el propio cuerpo, ni las condiciones materiales, ni el tiempo que nos impone el trabajo, ni la violencia económica, ni el dolor afectivo. Pero más profundamente, es el convencimiento de que eso es imposible. La impotencia no es solo pasividad, es interiorización del límite. Es el alma del mundo bajo el capital.
El capital genera esta impotencia al expropiar no solo los medios de producción, sino los medios de reproducción, de relación, de tiempo, de imaginación. Genera sujetos individuales que ya no pueden ni siquiera concebir una salida, no porque no exista, sino porque el horizonte ha sido clausurado.
2. Variaciones y formas de la impotencia bajo el capital
A lo largo del cuerpo social, la impotencia se despliega de múltiples maneras, dependiendo del lugar estructural que se ocupa, de la historia personal y colectiva, de las formas concretas de dominación. Entre sus múltiples nombres y formas, encontramos:
Frustración crónica: saber que se desea algo que no se podrá alcanzar, no porque no se intente, sino porque está estructuralmente bloqueado.
Inhibición aprendida: cuando ya no se intenta resistir o cambiar porque toda posibilidad ha sido erosionada por repetidas derrotas.
Fatiga existencial: agotamiento no físico, sino ontológico. Estar cansado de existir en una forma de vida que no se eligió.
Ansiedad social generalizada: sentir que todo está por colapsar, pero no saber cómo actuar ni con quién.
Desesperanza programada: estructura afectiva cultivada por los medios, el trabajo, la educación, que enseña que “así son las cosas”.
Culpa neoliberal: cuando la impotencia se convierte en falla individual: “si no puedes, es tu culpa”, reforzando la autonegación.
Obediencia automatizada: actuar sin convicción, como una pieza más del engranaje, sin posibilidad de detenerse.
Ironía cínica: saber que todo está mal pero seguir jugando el juego, porque “no se puede hacer otra cosa”.
Aislamiento subjetivo: no poder vincularse, no confiar, no tener comunidad, por la mediación total del dinero y la competencia.
Reducción de expectativas: aceptar cada vez menos, adaptarse al deterioro, anestesiarse frente al colapso.
Autoexplotación voluntaria: trabajar más, rendir más, “superarse”, no por deseo sino por miedo a quedar fuera.
Autoanulación crítica: pensar, criticar, leer… pero no actuar. La impotencia también se refugia en la lucidez sin consecuencias.
3. Impotencia estructural: capital como forma del no-poder
La gran paradoja del capital es que promete libertad, creatividad, desarrollo de potencialidades… y produce impotencia estructural. ¿Por qué? Porque toda potencia humana es subsumida bajo el imperativo de la valorización. No se puede actuar fuera del dinero, del trabajo asalariado, de la mercancía, de la propiedad. Por tanto, incluso cuando se cree que se actúa, lo que se hace es reproducir la impotencia.
El capital no solo separa al productor de sus medios de producción, sino al sujeto de su mundo, al deseo de su cumplimiento, al cuerpo de su autonomía. En la fábrica, en la oficina, en la escuela, en la casa, en el hospital, en la red social: se nos hace vivir como si nuestra vida no nos perteneciera. Esa es la impotencia más profunda: no ser el sujeto de la propia existencia.
4. Impotencia cotidiana: microformas de derrota diaria
No hay que buscar la impotencia solo en las grandes estructuras. Se encarna en los pequeños gestos: cuando se aplaza el deseo por miedo, cuando se calla por temor a perder el empleo, cuando se acepta el maltrato porque “hay que aguantar”, cuando se evita el conflicto por comodidad, cuando se abandona el amor por el cansancio de luchar, cuando se duerme sin sueños. La impotencia cotidiana es la infraestructura invisible de la dominación.
Los cuerpos se habitúan a no actuar, a no decidir, a no rebelarse. Se adaptan a los horarios, a los salarios bajos, a la falta de tiempo, al estrés, a la mediocridad forzada, a la soledad digitalizada. Se anestesian. Esa adaptación no es natural: es una forma activa de producir impotencia, de vaciar el deseo de cambio, de convertir la insatisfacción en inercia.
5. Contra la impotencia: comunismo como recuperación de la potencia común
La superación de la impotencia no es una consigna moral. No se trata de “creer en uno mismo” ni de “tomar el control”. Es un problema estructural. Solo podrá enfrentarse si se destruyen las condiciones que la producen: propiedad, dinero, trabajo, Estado, valor. La potencia no es una energía individual, sino una fuerza colectiva: la capacidad real de rehacer el mundo, no como promesa, sino como proceso.
Por eso el comunismo no es una utopía externa, sino una afirmación contradictoria dentro del propio capital. Allí donde la impotencia es mayor, puede surgir también la necesidad radical. No es una salida espiritual, ni un acto voluntarista: es la lucha por reapropiarse del tiempo, del cuerpo, del deseo, del lenguaje, de la comunidad. Potencia comunista es la negación práctica de la impotencia capitalista.
Comentarios
Publicar un comentario