Contra el secuestro emocional de la revuelta: resentimiento, pasiones proletarias y crítica del interclasismo emocional
Contra el secuestro emocional de la revuelta: resentimiento, pasiones proletarias y crítica del interclasismo emocional
En tiempos de gestión emocional, de discursos edificantes sobre el “cuidado” y la “alegría militante”, reaparece, incómodo, un espectro que la izquierda ciudadanista, los nuevos gestores afectivos y las pedagogías del trauma buscan exorcizar: el resentimiento. Este texto parte de una defensa y resignificación radical del resentimiento social y del resentimiento de clase, no como patología individual o desajuste psíquico, sino como expresión latente de la guerra social interrumpida, del odio no reconciliado hacia un mundo burgués que ha convertido la existencia en mercancía. Frente a las formas contemporáneas de modulación emocional —la "cura", el "autocuidado", la "resiliencia" y el "buen vivir"— se vuelve necesario volver a la ira, al coraje y al odio como pasiones políticas ilegítimas, negadas por el régimen afectivo dominante, pero profundamente necesarias para cualquier proceso real de destitución del orden existente.
1. El resentimiento como odio de clase y memoria de la herida
En Comrade, Jodi Dean señala cómo el discurso liberal ha desplazado el antagonismo de clase en favor de una moralización afectiva. El resentido, hoy, no es ya el sujeto político del despojo sino el “mala vibra”, el que “no avanza”, el que “no ha sanado”. Así, el resentimiento es patologizado para desactivar su contenido histórico: la memoria no reconciliada del daño, la rabia que no encuentra salida porque toda salida ha sido cancelada por la lógica del capital y su falsa democracia. Pero como lo indica Cynthia Cruz en The Melancholia of Class, la tristeza y la rabia de clase no son desajustes a corregir, sino formas de conciencia precognitiva de la violencia estructural. La melancolía obrera, el duelo por las formas de vida destruidas por la gentrificación, el desempleo o la precariedad, no es un problema que resolver con mindfulness o terapias estatales, sino un síntoma que interpela al presente y que señala la imposibilidad de reconciliación con el mundo burgués.
Mark Fisher ya había advertido que el capitalismo no sólo captura el deseo, sino que produce una cartografía afectiva entera donde lo depresivo y lo narcisista son funcionales al mantenimiento del orden. Su crítica al “realismo capitalista” es también una crítica a la ideología emocional del presente, donde toda tristeza es medicalizada y toda rabia, criminalizada. La cultura terapéutica y el nuevo sentimentalismo político coinciden en un punto: negar toda pasión que exceda los afectos socialmente permisibles por el mercado y el Estado. Así, el resentimiento aparece como el resto no domesticado, el afecto político que se niega a reconciliarse con la derrota.
2. Contra el gestionismo emocional de izquierda: crítica a la política de los cuidados
La “política de los cuidados”, promovida desde sectores feministas institucionales y militancias progresistas, ha devenido en muchos casos una forma de soft governance, una biopolítica afectiva que intenta neutralizar las tensiones radicales mediante una lógica gerencial de las emociones. Bajo el mandato del autocuidado se instala una nueva moral: hay que estar bien, en paz, en equilibrio, incluso en medio del colapso. Esta política emocional no se dirige contra la raíz de la violencia estructural, sino contra quienes “no saben cuidar”, “no se saben cuidar”, “no respetan los tiempos emocionales del otro”. La revuelta deviene tóxica. La crítica deviene violencia. El odio de clase es redefinido como discurso de odio.
En este contexto, la “militancia alegre” actúa como un dispositivo de silenciamiento del dolor colectivo. No se trata aquí de rechazar la alegría en sí, sino de denunciar su instrumentalización como dispositivo emocional de contención. La alegría se convierte en performance, en branding de movimientos supuestamente inclusivos, pero vaciados de todo antagonismo real. Como en el viejo “socialismo con rostro humano”, la alegría deviene suplemento ideológico que debe compensar la derrota material, el encierro subjetivo, la impotencia generalizada. Esta alegría forzada es, en el fondo, el pathos del reformismo emocional: una falsa comunión que sustituye la crítica estructural por la gestión sentimental.
3. Interclasismo emocional: el alma media como forma de poder
El interclasismo no solo es una posición política ambigua; es también una estética, una sensibilidad, una economía afectiva. Como lo ha señalado la crítica de la economía política del valor, la clase media —más que una franja económica— es una forma subjetiva producida por el capital, cuya función es la estabilización del orden social. Esta subjetividad interclasista se expresa también en su régimen emocional: conciliación, moderación, diálogo, asertividad, empatía sin antagonismo. El alma media detesta la violencia de clase porque la revela como escándalo. Aborrece el resentimiento porque le recuerda su impostura. Prefiere hablar de “privilegios” que de explotación, de “cuidado” que de lucha, de “equidad” que de comunismo.
Desde la teoría del valor, estas formas afectivas pueden leerse como correlatos emocionales del trabajo abstracto y la forma subjetiva del valor. El yo gestionado, autoconsciente, emocionalmente competente, no es otra cosa que el trabajador emocional total, aquel que debe modular su interioridad según los códigos del capital: no ser conflictivo, saber dialogar, tener inteligencia emocional. La “sororidad”, el “autocuidado” o la “escucha activa” son formas encubiertas del mando afectivo del capital. Contra ello, es necesario reapropiarse de las pasiones “negativas” como el odio, la rabia, el desprecio, la hostilidad: no en clave moral, sino como energías desalineadas del consenso emocional dominante.
4. Por una política del resentimiento: pasiones destituyentes
El resentimiento, entendido como el resto no integrado, puede volverse una potencia crítica cuando se articula con la memoria material del daño. El odio de clase no es moral, sino histórico. No es “envidia” hacia el rico, como diría la propaganda neoliberal, sino repulsión a un mundo donde todo está mercantilizado, donde los muertos no valen nada y donde los vivos solo existen como funciones de valorización. El resentimiento, entonces, es una memoria del mal radical: no el mal moral, sino el mal estructural del capital.
Reactivar estas pasiones, no en clave de venganza sino de interrupción, no para reemplazar al enemigo sino para destruir la forma social que lo produce, es una tarea urgente. Como diría Benjamin, la revolución no es el motor del tren de la historia, sino el freno de emergencia. Pero para accionar ese freno, hay que reapropiarse del odio legítimo al mundo burgués. No hay cuidado que valga sin destrucción de la estructura que produce el dolor. No hay alegría auténtica sin abolición de la economía emocional del capital.
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