Gentrificación en México: ciudad mercancía, blanquitud colonial y valorización del espacio

 

Introducción: La ciudad como espejo del capital

En los últimos días, la Ciudad de México ha sido escenario de una doble exposición: por un lado, el caso viral de “Lady Racista”, una mujer blanca de clase alta que insultó violentamente a trabajadores y habitantes populares de la colonia Condesa; por otro, las marchas antigentrificación convocadas por colectivos barriales y habitantes expulsados de zonas revalorizadas. Ambos acontecimientos, lejos de ser anecdóticos o circunstanciales, expresan con crudeza una verdad estructural: la ciudad está atravesada por una guerra de clase, una jerarquía racial y un régimen de valorización que organiza quién puede habitar y quién debe ser expulsado.

Lo que “Lady Racista” expresa no es una desviación individual, sino el lenguaje oculto de la ciudad capitalista: la supremacía simbólica, económica y racial de una élite urbana históricamente blanca, colonizadora del espacio, que experimenta el centro urbano no como territorio compartido sino como propiedad privada extendida. Su violencia verbal no es solo clasista: es colonial. Habla desde una posición de apropiación histórica del suelo, del cuerpo y de la ciudad. Y esa violencia, aunque escandaliza en redes, es cotidiana en miles de interacciones invisibles: desde el vigilante que es mirado con desprecio hasta la trabajadora doméstica que no puede usar el elevador principal.

Mientras tanto, las marchas antigentrificación evidencian la otra cara del proceso: el desplazamiento sistemático de poblaciones populares, racializadas y precarias por efecto de políticas urbanas que priorizan la rentabilidad sobre el derecho a habitar. No se trata solo del aumento en las rentas o de la presencia de migrantes con altos ingresos: se trata de un modelo de ciudad gobernado por la lógica del valor, donde el suelo se convierte en activo financiero, la vivienda en mercancía especulativa, y el barrio en plataforma de consumo simbólico.

Estas protestas no nacen de la xenofobia ni del resentimiento, como ciertos discursos intentan hacer creer, sino de una conciencia material: la ciudad no está siendo mejorada para todos, sino reformateada para unos pocos. Las promesas de “revitalización”, “modernización” o “crecimiento” se sostienen sobre un despojo silenciado, encubierto por el lenguaje de la cultura, el arte, el turismo y la inversión. Lo que está en juego no es el color de piel de quien se muda, sino la forma capitalista en que el espacio es mercantilizado y reorganizado para excluir.

Esta coyuntura exige, más que nunca, una lectura que supere la anécdota. La gentrificación no es un error de planificación, sino una forma sistemática de violencia estructural, racializada, clasista y colonial. Lo que sigue a continuación es un análisis materialista de este proceso, despojándolo de sus velos ideológicos y ubicándolo en el núcleo mismo de la forma social capitalista en su fase urbana especulativa.




Gentrificación en México: ciudad mercancía, blanquitud colonial y valorización del espacio

La gentrificación en México —particularmente en la Ciudad de México— no es un fenómeno superficial o cultural, sino la expresión territorial de las dinámicas estructurales del capital en su fase especulativa y postindustrial. Se trata de una forma específica de valorización del suelo urbano, donde el espacio deja de ser un ámbito de reproducción social para convertirse en soporte de renta, inversión y consumo estético. El territorio, bajo esta lógica, se subsume al proceso de valorización, despojado de historia, uso, comunidad y conflictividad.

Este fenómeno ocurre en un país marcado por una composición social moderno-colonial, donde las clases dominantes han sido históricamente blancas, mestizas claras o criollas, y han utilizado la ciudad como forma de distinción, segregación y control. Desde el porfiriato hasta el presente, las élites urbanas han producido un espacio racializado: zonas bien cuidadas, ordenadas, culturalmente homogéneas y rentables para la inversión —como Polanco, Lomas, Condesa, Roma o Santa Fe— contrastan radicalmente con las periferias proletarias y racializadas como Iztapalapa, Neza o Chimalhuacán.

Este patrón no es accidental. El urbanismo en México ha sido históricamente un dispositivo de blanquitud, donde la planificación urbana responde a un proyecto civilizatorio que aspira a parecerse al norte global, mediante la estetización del centro, la higienización de lo popular y la ocultación de la pobreza. La gentrificación es solo su forma más reciente y acelerada, promovida por políticas públicas, turismo cultural, digitalización de la vivienda (Airbnb) y revalorización simbólica de lo “auténtico” bajo condiciones de renta.

La estructura de clase no desaparece en este proceso: se reorganiza. El interclasismo urbano genera alianzas implícitas entre sectores de clase media profesional, freelance o migrante con el capital inmobiliario. Sujetos que no controlan medios de producción pero que acceden a rentas en divisas, herencias familiares o empleos deslocalizados, desplazan indirectamente a poblaciones empobrecidas sin necesidad de violencia abierta. Su presencia —frecuente en colonias como Roma Norte, Juárez o Santa María la Ribera— introduce nuevas formas de consumo, códigos estéticos y moralidades urbanas que deslegitiman las formas populares de habitar el espacio.

El Estado opera como gestor de esta reconfiguración, no como árbitro neutral. Legaliza desalojos, regula en favor del mercado, promueve megaproyectos urbanos y permite la financiarización de la vivienda. El suelo se convierte en activo. La vivienda en inversión. El espacio en símbolo. El habitar, en plusvalor.

El proceso no solo produce desplazamientos físicos, sino también jerarquías simbólicas y raciales. El imaginario urbano de la “zona segura”, “moderna” o “interesante” coincide con el blanqueamiento de la población residente. Las prácticas populares —tianguis, comercio informal, ruido, apropiación del espacio público— son desplazadas o criminalizadas. El espacio se purifica, se estetiza, se estetixifica. Se vuelve representable, consumible, transitable para un público externo.

Pero la gentrificación no afecta solo a las periferias. En el centro mismo, colonias históricamente populares y proletarias como Doctores, Atlampa, Guerrero o Peralvillo son convertidas en zonas de interés inmobiliario. No se trata solo de reconfigurar barrios: se trata de transformar las formas de vida en objetos rentables, desplazando poblaciones que ya no encajan en el modelo de ciudad-mercancía.

En suma, la gentrificación en México es un fenómeno de clase, pero también de raza y de forma-valor. Opera como dispositivo de reorganización espacial del capital, funcional a la extracción de renta urbana y a la reproducción simbólica del orden moderno-colonial. Su comprensión requiere desmontar el fetichismo del espacio, la mistificación del progreso urbano y las narrativas multiculturalistas que encubren el despojo con discursos de “revitalización” o “rescate”.

Sin este desmontaje crítico, el capital continuará desplazando cuerpos, vidas y memorias en nombre del desarrollo.




Violencia de clase, valorización urbana y fetichismo del espacio

La ciudad, bajo el capitalismo, es una forma de organización espacial determinada por la valorización del valor. La gentrificación no es una anomalía, sino una manifestación funcional de esa lógica: la ciudad se produce para el capital, no para la vida. Bajo este régimen, lo urbano deviene un dispositivo donde el espacio mismo participa del proceso de acumulación. El uso, el arraigo, la historia o la comunidad quedan subordinados al intercambio, la renta y la estetización funcional a la mercancía.

Esta violencia estructural —silenciosa pero sistemática— se expresa como violencia de clase. No necesariamente en forma de represión directa, sino como desplazamiento por valorización: cuando el alquiler sube, cuando el predial cambia, cuando los comercios populares desaparecen, cuando los códigos culturales del barrio se vuelven disonantes frente al nuevo “público objetivo”. La exclusión no se ejerce por decreto, sino por sobrecodificación económica.

La ciudad se convierte así en una infraestructura de valorización urbana: el espacio, reconfigurado, debe rendir plusvalía espacial. Esta lógica impone transformaciones visibles: fachadas renovadas, cafés de especialidad, galerías, seguridad privada, bicicletas compartidas, aumento de la conectividad. Pero estas apariencias ocultan un fondo más profundo: el espacio como soporte del capital ficticio, como vehículo de inversión global, como frontera especulativa en contextos de crisis estructural.

En este contexto, el fetichismo del espacio se convierte en mecanismo ideológico central. Los barrios “de moda” aparecen como zonas revitalizadas, creativas, multiculturales. La historia de despojo se reescribe como modernización; el desplazamiento, como regeneración; la expulsión, como movilidad social. Se invisibiliza que esa “mejora” no es neutra: responde a una reconfiguración de clase, en la que lo popular se vuelve mercancía simbólica o se elimina. El barrio se vuelve marca, y la vida cotidiana, una estética disponible para el consumo externo.

La violencia de la gentrificación se realiza también a nivel subjetivo. La población desplazada no solo pierde acceso al suelo: pierde comunidad, redes de cuidado, formas informales de subsistencia. Se individualiza, se dispersa, se precariza. Al mismo tiempo, quienes llegan a habitar estos nuevos espacios gentrificados —generalmente sectores medios precarizados con acceso a capital simbólico o financiero— viven una forma de autoexplotación que encubre su rol en el proceso de desposesión. Así, se produce una división interna en la clase trabajadora: entre quienes pueden pagar una renta en la Roma o la Juárez, y quienes son empujados a la periferia o a las zonas residuales del centro urbano.

La ciudad moderna no solo organiza el capital espacialmente. También fragmenta a los sujetos, jerarquiza sus condiciones de reproducción, y genera nuevas formas de competencia dentro de la clase trabajadora. Este interclasismo urbano impide lecturas simplistas o moralizantes del fenómeno: el problema no es solo “quién llega”, sino la forma abstracta que estructura cómo y por qué se transforma el espacio. Es la lógica del valor —y no las identidades individuales— lo que debe ser desmontado en su núcleo estructural.

Así, la gentrificación no es un proceso cultural, sino una tecnología urbana del capital, que combina inversión, estética, regulación estatal y desplazamiento. Su núcleo no es el deseo de vivir mejor, sino la necesidad del capital de encontrar nuevos territorios para valorizarse ante la crisis estructural de la producción industrial. La ciudad deviene máquina de extracción de renta y soporte de acumulación por desposesión.

Frente a ello, cualquier análisis que no parta del carácter estructural de la forma valor, de su fetichismo espacial, de la articulación entre clase, raza y propiedad urbana, quedará atrapado en moralismos o falsas soluciones técnicas. El problema no es que la ciudad esté mal planeada. Es que está planificada para excluir.



Dispositivos institucionales, estetización simbólica y contradicción habitacional

El proceso de gentrificación en México se articula a través de dispositivos institucionales específicos que no solo permiten, sino que promueven activamente la transformación del espacio urbano en una mercancía altamente rentable. Lejos de ser una dinámica espontánea, la gentrificación es una política de Estado encubierta bajo discursos de desarrollo, seguridad, innovación y modernización. La ciudad se rediseña para valorizar el suelo, no para garantizar condiciones de vida.

Entre los mecanismos institucionales más relevantes destacan:

  • Actualizaciones catastrales y del predial, que aumentan artificialmente el valor fiscal de ciertas zonas, presionando a pequeños propietarios a vender o endeudarse, y expulsando a inquilinos no formalizados.

  • Zonas de desarrollo económico o cultural priorizado, que canalizan inversión pública e incentivos fiscales a proyectos inmobiliarios, normalmente disfrazados de recuperación barrial.

  • Normas de uso de suelo flexibles, que permiten el cambio de vivienda a comercio, la densificación vertical sin consulta y la destrucción sistemática de patrimonio habitacional popular.

  • Fomento al turismo global, que transforma viviendas en alojamientos temporales, eliminando stock de vivienda habitacional y generando inflación inmobiliaria.

A este andamiaje legal se suma un proceso más difuso pero igual de potente: la estetización simbólica del espacio urbano. El arte, la cultura y el consumo estético operan como vectores suaves de valorización. Murales, galerías, cafés de autor, ferias culturales, ciclos de cine al aire libre: todos funcionan como dispositivos que reconfiguran la percepción del barrio, haciéndolo atractivo para nuevas clases consumidoras e inversores.

Lejos de actuar como herramientas de resistencia, muchas prácticas culturales terminan funcionando como instrumentos de legitimación simbólica del capital. La “cultura alternativa” deja de ser contestataria para integrarse a los planes de desarrollo urbano. En este contexto, lo “popular” se vuelve mercancía folclórica: lo artesanal, lo indígena, lo antiguo o lo decadente son apropiados estéticamente mientras las poblaciones reales que los sostienen son desplazadas materialmente.

Esta operación produce una contradicción radical entre la vivienda como derecho de uso y la vivienda como mercancía. Bajo la lógica del valor, la vivienda no es hogar, es activo. Su función no es albergar vida, sino rentabilidad. Esta contradicción se vuelve estructural en una ciudad como la de México, donde millones viven en condiciones de hacinamiento, informalidad o periferia infraurbanizada, mientras miles de viviendas en el centro están vacías, especuladas o destinadas al turismo.

La producción del espacio se revela así como una forma concreta de reproducción del capital. La ciudad no es el escenario de la acumulación: es su propia fábrica. Se planifica para excluir, se embellece para expulsar, se normativiza para segmentar. La vida queda subordinada al rendimiento, el territorio al rendimiento, el habitar al mercado.

Los discursos de “inclusión”, “mejora barrial” o “revitalización” no pueden ocultar que el centro de la ciudad está siendo reconfigurado para el capital, no para quienes lo han habitado históricamente. La política urbana no gestiona necesidades, sino rentabilidades. La cultura no cuestiona, sino que decora. La planeación no repara, sino que desplaza.

La gentrificación es, en suma, un dispositivo articulado entre instituciones estatales, capitales inmobiliarios y financieros, y vectores simbólicos de estetización. No puede abordarse como un fenómeno técnico ni neutral: es un mecanismo integral de reorganización del espacio bajo la lógica de la mercancía. Mientras la vivienda sea una forma del valor, no podrá ser un derecho. Mientras el suelo esté sometido a la valorización, la ciudad será una máquina de expulsión.



Conectividad, financiarización y límites de la resistencia barrial

El proceso de gentrificación no solo se expresa en los cambios visibles del entorno urbano, sino que se sustenta en una serie de infraestructuras funcionales al capital que reordenan la ciudad desde su base material. En este marco, el transporte, la movilidad y la conectividad digital no son instrumentos técnicos neutros: son formas de valorización del espacio subordinadas al capital inmobiliario, logístico y financiero.

Proyectos como las líneas del Metrobús, las ciclovías estratégicamente trazadas, las zonas de conectividad digital gratuita o la ampliación de líneas del Metro y Tren Suburbano no surgen únicamente por demanda ciudadana, sino que acompañan y refuerzan la lógica del despojo urbano. El principio rector es claro: la infraestructura sigue al capital. Los territorios con potencial de valorización reciben inversión en conectividad y servicios, mientras los sectores populares periféricos continúan en abandono estructural o se ven conectados únicamente en función de su funcionalidad laboral (ciudades dormitorio).

De esta manera, la movilidad sirve como dispositivo para atraer a nuevos consumidores, trabajadores digitales, turistas o rentistas. La ciudad se vuelve “transitable” para el capital, pero no necesariamente más habitable para quienes la sostienen materialmente. Lo mismo ocurre con la conectividad digital: zonas de alta inversión tecnológica y redes 5G coexisten con amplios territorios desconectados o dependientes de redes precarias.

Paralelamente, la financiarización de la vivienda ha modificado radicalmente la relación entre habitante y espacio. Bancos, fondos de inversión, desarrolladoras y plataformas de renta corta (como Airbnb) operan en la vivienda no como necesidad social, sino como instrumento de especulación. Créditos hipotecarios a largo plazo, esquemas de renta con opción a compra, bonos de vivienda y burbujas inmobiliarias alimentan un ciclo de valorización ficticia que reproduce endeudamiento masivo.

La vivienda deja de ser parte del salario indirecto o del derecho al territorio: se convierte en mercancía especulativa, sujeta a lógica de portafolio y riesgo. Familias obreras se endeudan por décadas en periferias sin infraestructura, mientras las zonas céntricas se vacían o se ofrecen como experiencias urbanas de lujo. Este modelo acentúa la fragmentación espacial de clase: por un lado, el centro estetizado y turistificado; por otro, la ciudad extendida y colapsada, donde el tiempo de traslado y el costo de vida castigan a las mayorías.

Ante este panorama, las resistencias barriales no desaparecen, pero se transforman. Asambleas vecinales, redes de defensa territorial, cooperativas de vivienda, acciones jurídicas contra desalojos y bloqueos comunitarios de obras son expresiones materiales de conflicto urbano. Sin embargo, muchas de estas resistencias enfrentan límites estructurales: aislamiento político, cooptación institucional, falta de acceso a recursos jurídicos o incluso formas de represión indirecta.

Además, es común que las luchas barriales sean interpretadas desde narrativas moralistas, esencialistas o patrimonialistas: se romantiza al barrio como origen inmaculado, se idealiza la comunidad, se apela a la identidad antes que a la estructura. Pero la gentrificación no expulsa esencias: desplaza cuerpos, recursos, memorias, fuerzas de trabajo y tramas reproductivas. Resistirla requiere, por tanto, una lectura estructural del capital y no solo una defensa cultural de lo popular.

La composición actual de la ciudad hace que incluso la protesta pueda ser absorbida como valor simbólico: la defensa de lo comunitario es fácilmente estetizada y convertida en “autenticidad barrial” para nuevos proyectos. La lucha misma puede volverse mercancía cultural si no rompe con la forma-valor.




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