La lucha de clases cotidiana a la cotidiana lucha de clases


De la lucha de clases cotidiana a la cotidiana lucha de clases.




La lucha de clases no se libra solamente en las fábricas en huelga o en las calles levantadas por la barricada. Esa es apenas la superficie visible de una guerra mucho más densa. La lucha de clases se infiltra en lo más banal: en el café compartido con amigos, en la cuenta que se divide con falsa equidad, en la risa que pretende borrar diferencias. La vida cotidiana es el escenario central de la alienación: allí el proletario actúa el papel de igual, mientras la diferencia de clase late como una sombra imposible de suprimir.

La “amistad interclasista” aparece como espectáculo: una ilusión de comunidad que oculta la economía real que sostiene cada gesto. La mesa compartida es un teatro: el obrero que cuenta monedas para pedir un café no posee la misma libertad que el burgués que pide sin mirar el menú. Uno se esfuerza en disimular la precariedad para no ser marcado como “pobre”; el otro jamás siente la necesidad de ocultar su riqueza. Esa asimetría es la coreografía secreta de toda reunión, el guion no escrito de la sociabilidad capitalista.

El espectáculo de la igualdad funciona como máscara. Se nos hace creer que convivimos como sujetos libres, que lo que nos diferencia son preferencias personales, estilos de vida, “elecciones” culturales. Pero esa paz es ficticia: está sostenida por la represión de la incomodidad, la autonegación del proletario y la inconsciencia conveniente del burgués. Lo cotidiano se convierte así en trinchera silenciosa: se negocia, se soporta, se encubre, se imita, se reprime, se desea lo que no se tiene y se naturaliza lo que no debería ser natural.

En esta escena repetida, la vida cotidiana aparece como el territorio donde el proletario es forzado a soñar con los mismos objetos que poseen sus amigos burgueses. Sueña con la laptop nueva, con el viaje, con la casa luminosa, mientras cuenta sus horas de trabajo mal pagadas. Y el burgués, a su vez, es empujado a olvidar que su posición se sostiene en la explotación de aquellos con quienes brinda. Es la dialéctica envenenada de una falsa intimidad: reímos juntos, pero volvemos a casas distintas, a futuros distintos, a realidades irreconciliables.

El choque se hace visible cuando la incomodidad deja de reprimirse. La cotidiana lucha de clases comienza en el momento en que la diferencia deja de ser disimulada y se muestra como producto histórico. Cuando el proletario reconoce que su pobreza no es un defecto personal sino la forma social que lo atraviesa. Cuando el gesto más pequeño —negarse a imitar, evidenciar la desigualdad, rechazar pagar una cuenta injusta— rompe la coreografía. Allí la convivencia interclasista se deshace, y lo cotidiano se convierte en campo de ruptura.

La lucha de clases cotidiana es, entonces, la vida misma bajo el capital: un teatro de simulacros donde la hostilidad estructural se oculta tras la sonrisa y la cortesía. La cotidiana lucha de clases es lo que emerge cuando ese teatro se interrumpe, cuando la representación se desgarra y lo real se impone con crudeza. Allí se revela lo que siempre estuvo presente: nunca fuimos iguales, ni lo seremos mientras la mercancía organice nuestras vidas.

La alienación no reside solo en la fábrica ni en la oficina: se esconde en la cena amistosa, en la salida de fin de semana, en el chiste compartido. El capital se infiltra en las relaciones íntimas y dicta cómo debe organizarse la afectividad, la amistad y hasta el deseo. En este sentido, el espectáculo interclasista no es inocente: es una tecnología de pacificación social, una pedagogía de la desigualdad. Nos enseña a convivir como si nada pasara, a reprimir la incomodidad, a confundir opresión estructural con pequeñas diferencias de consumo.

Pero toda pedagogía puede desbordarse. Allí donde la vida diaria revela su fractura, comienza a nacer una conciencia: la risa se congela, la cuenta no alcanza, el futuro compartido se revela como farsa. Y es en esos instantes, casi invisibles, donde la lucha de clases cotidiana se convierte en la cotidiana lucha de clases: en el descubrimiento de que lo que parecía amistad es en realidad una frontera social; que lo que parecía diferencia menor es en verdad una división radical.

La revolución comienza en ese instante íntimo en el que se deja de aceptar la desigualdad como costumbre. No en el espectáculo grandioso, sino en la grieta mínima de la vida común.ntes de pedir un plato no comparte la misma libertad que el burgués que pide sin mirar el menú. El uno se esfuerza por no parecer pobre, el otro jamás siente la necesidad de disimular su riqueza. Esa asimetría es la coreografía secreta de toda reunión.
El espectáculo de la igualdad es la máscara con la que se intenta pacificar la lucha de clases cotidiana. Pero esa paz es ficticia: es el producto de la represión de la incomodidad, de la autonegación, de la aceptación de la desigualdad como si fuese mera diferencia de gustos. Lo cotidiano se convierte así en la verdadera trinchera: allí se negocia, se soporta, se encubre, se imita, se reprime y se desea lo que no se tiene.
La vida cotidiana es el terreno donde el proletario es empujado a soñar con los mismos objetos que poseen sus amigos burgueses, y donde el burgués es empujado a olvidar que su posición depende de la explotación de aquellos con quienes brinda. Es la dialéctica envenenada de una falsa intimidad: reímos juntos, pero volvemos a casas distintas, a futuros distintos, a realidades irreconciliables.
La cotidiana lucha de clases comienza cuando esas diferencias ya no pueden encubrirse bajo el disfraz del espectáculo. Cuando el proletario se reconoce en su pobreza no como defecto personal, sino como producto histórico. Cuando la incomodidad se transforma en conciencia. Cuando el gesto mínimo —no pagar la cuenta, rechazar la imitación, exponer la desigualdad— se vuelve acto de ruptura.
La lucha de clases cotidiana es, por tanto, la vida misma bajo el capital: un teatro de simulacros donde la hostilidad estructural se oculta bajo formas de sociabilidad. La cotidiana lucha de clases es la interrupción de esa representación, la irrupción de lo real que desgarra el espectáculo y deja ver lo que siempre estuvo allí: que nunca fuimos iguales, ni lo seremos mientras la mercancía organice nuestras vidas.

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