El asesinato en CCH Sur: deseo, pulsión de muerte en la maquinaria capitalista
El asesinato de un chico en el CCH Sur no puede pensarse como un hecho aislado o puramente delincuencial, sino como una manifestación de los mecanismos profundos del deseo bajo el capitalismo. Desde la perspectiva de El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari, todo acto violento, todo estallido destructivo, no se comprende únicamente en términos psicológicos individuales, sino como el resultado de un entramado de máquinas sociales y flujos deseantes que han sido recodificados en formas paranoicas y fascistas. El capitalismo no reprime el deseo de manera directa, sino que lo libera, lo descodifica, lo despliega, para luego inmediatamente rearticularlo dentro de una axiomática que lo convierte en producción de valor, en antiproducción, en formas de goce que se vuelven contra la propia vida. Así, la escuela —supuestamente un espacio de experimentación, aprendizaje y formación— se convierte en una máquina de captura donde los cuerpos juveniles quedan expuestos a la violencia estructural, a la estigmatización de clase, a la penetración del narco, a la precariedad de la vida cotidiana. El asesinato en este sentido no es un accidente, sino un corte de flujo, una interrupción de la producción vital, un ejemplo extremo de cómo la maquinaria social capitalista organiza el deseo para que se vuelva contra sí mismo.
La pulsión de muerte, pensada en clave deleuziana, no es un instinto natural o universal como lo concibió Freud, sino una figura producida históricamente en la intersección entre las máquinas deseantes y las máquinas sociales. El deseo, cuando es capturado por el capital y su aparato estatal, puede invertirse en antiproducción, en un circuito cerrado donde la energía libidinal se transforma en goce destructivo. El asesinato de un joven en un espacio escolar cristaliza precisamente esa dinámica: la vitalidad, la energía de la juventud, convertida en acto de muerte, en una negación radical de lo posible. El gesto destructivo no apunta hacia las estructuras materiales de explotación, sino hacia un semejante, hacia un cuerpo próximo. Es la negatividad absoluta de la pulsión de muerte: no una salida, no una fuga, sino el colapso de la línea de fuga, el deseo encadenado que se autoinmola.
Aquí aparece lo que Deleuze y Guattari llaman microfascismo: no el fascismo como régimen estatal, sino el fascismo cotidiano, microscópico, el deseo de la propia represión, el placer en obedecer, en destruir al otro y a sí mismo. El asesinato en CCH Sur es un acto microfascista, en tanto manifiesta la inversión de la potencia del deseo en obediencia ciega a la máquina de antiproducción. La violencia no surge “pese” al capitalismo, sino como uno de sus productos más acabados: jóvenes que, en lugar de experimentar nuevas formas de vida, reproducen en sus propios cuerpos la lógica represiva del sistema. Se goza de la muerte del otro, se goza del corte del flujo vital, y ese goce, lejos de liberar, reproduce el orden del capital. El fascismo es, en este sentido, el deseo de que haya orden, de que haya jerarquía, de que haya dominación, incluso si eso significa la propia destrucción.
La esquizofrenia, como la conciben Deleuze y Guattari, representa siempre la posibilidad de una línea de fuga, de un deseo que escapa a la codificación y se abre hacia lo múltiple. Pero en el capitalismo, toda fuga es inmediatamente bloqueada, reterritorializada, puesta al servicio de la axiomática. La violencia juvenil es una línea de fuga abortada: la energía desbordante que podría inventar nuevos modos de existencia queda sofocada en un gesto de aniquilación, en una repetición ciega del aparato de muerte. El asesinato es la prueba de que el capitalismo no teme liberar los flujos de deseo, siempre y cuando pueda capturarlos después en circuitos de muerte, antiproducción y fascismo.
Pensar este crimen desde El Anti-Edipo significa reconocer que la violencia no proviene de un déficit moral o de una supuesta “naturaleza violenta” de la juventud, sino de la forma en que el capitalismo produce sujetos que gozan en su propia represión. No se trata de un simple “acto irracional”, sino de una racionalidad oscura del capital, que necesita que el deseo se vuelva contra sí mismo, que se destruya y se repita en su propia negatividad. La pulsión de muerte, las formas fascistas del deseo, los microfascismos que habitan en cada relación cotidiana, encuentran en este asesinato un campo de expresión macabra: la máquina social escolar, atravesada por el capital, la represión y la precariedad, convierte a la juventud en su propio verdugo. El crimen no es, por tanto, exterior al sistema, sino una de las formas más crudas en que éste se afirma.
Comentarios
Publicar un comentario