Bajo el impulso del malditismo

 


Bajo el impulso del malditismo

El malditismo no es una estética: es un virus que se transmite por heridas abiertas.
Su genealogía comienza en las cloacas del siglo XIX y se derrama por las ruinas del XX como una infección espiritual. Baudelaire lo intuyó: la belleza ya no podía salvarnos, sólo arrastrarnos a su putrefacción. Rimbaud lo llevó al extremo: disolver el yo, huir del lenguaje. Lautréamont convirtió la poesía en un crimen sin culpable. Artaud destruyó el cuerpo para devolverle su grito.

Pero el malditismo no pertenece al pasado: su impulso atraviesa a los que no pudieron adaptarse a la civilización de los vivos. André Thirion, expulsado de todos los círculos, entendió que el surrealismo y el comunismo se habían convertido en dos formas de la misma policía del espíritu. Para él, el verdadero revolucionario era el que no podía organizarse, el que no quería poder ni salvación. Su revolucionario sin revolución es hermano de Genet, de Vaché, de los derrotados del siglo XX que escribieron contra todo lo que aún tenía nombre.

En los años del escombro, cuando el fascismo y el estalinismo competían por monopolizar la realidad, Georges Bataille cavó una tumba bajo las fábricas. Ahí enterró la razón, la utilidad, el trabajo. Su parte maldita reveló que la vida no quiere producir sino derrocharse: goce, sacrificio, abismo. En Bataille, el maldito se vuelve sacerdote de lo improductivo: el que ama sin redención y gasta sin cálculo.

Más tarde, Guy Debord y Raoul Vaneigem trasladaron ese impulso al corazón de la mercancía. En la Internationale Situationniste, el maldito se volvió táctico: saboteador del espectáculo, portador de una negatividad activa. El Tratado de saber vivir de Vaneigem es el último evangelio herético del siglo XX: “La vida no se justifica, se vive hasta el exceso.”
Debord, alcohólico y lúcido, sabía que el malditismo era la única forma honesta de comunismo: la que no construye, la que arruina.

Pero el linaje siguió más allá de la teoría. En los clubes oscuros de los ochenta, Rozz Williams revivió a Baudelaire con guitarra y cruz invertida. Christian Death fue el retorno del malditismo en clave gótica: la misa negra como arte, la androginia como herejía, la autodestrucción como única pureza posible. Rozz cantaba como si cada verso fuese un epitafio, y lo era. El cuerpo frágil, el maquillaje, las letras sobre sodomía, fe rota y deseo enfermo: todo eso era la continuación de Rimbaud bajo luz estroboscópica.
Cuando Rozz se ahorcó, selló la genealogía: el malditismo no termina, se reencarna en cada negación bella.

Entre los escombros de la contracultura, Kathy Acker mezcló pornografía y teoría, robó a los clásicos para destrozarlos desde adentro. Genesis P-Orridge y Throbbing Gristle convirtieron el ruido en liturgia del desorden. En ellos, el malditismo se vuelve máquina, cyborg, comunión tecnológica con el exceso.
El maldito ya no es poeta: es performer, hacker, animal digital que muere en cada acto de sinceridad.

Los punks, los góticos, los escritores clandestinos de los noventa, los que imprimieron manifiestos en fotocopias húmedas, los que recitaron versos entre ruinas industriales —todos formaron parte de esa tradición. El malditismo se convirtió en comunión sin iglesia, una conspiración de los derrotados.

Y aún hoy sobrevive, como un eco clandestino. En los rituales del noise japonés, en el nihilismo electrónico de Cold Meat Industry, en los poemas rotos de Anna Mendelssohn, en el desencanto de Mark Fisher, en los fantasmas de los foros abandonados de internet donde la desesperación se volvió lenguaje.

El maldito no busca salvación. Sabe que no hay salida, y sin embargo canta.
Su negatividad no es derrota, es método.
No pide justicia ni revolución: sólo que el mundo arda de una vez.

Bajo el impulso del malditismo, la literatura, la música y la política se confunden en un mismo gesto: un rechazo total a la administración de la vida.
No hay redención, no hay promesa, no hay mañana.
Solo la certeza de que vivir —verdaderamente vivir— es traicionar al mundo.



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