La falsa dicotomía que pudre al movimiento: autoritarismo vs. antiautoritarismo



La falsa dicotomía que pudre al movimiento: autoritarismo vs. antiautoritarismo

En el terreno pantanoso donde la revolución se desdibuja en consignas, una vieja trampa reaparece con nuevos ropajes: la oposición entre autoritarismo y antiautoritarismo, convertida en medida moral para evaluar organizaciones y programas. No se discute el contenido del comunismo, su estructura material, su determinación histórica; se reduce todo a una ética de formas, a decidir si el movimiento debe ser “duro” o “libre”, disciplinado o espontáneo, centralizado o horizontal. Así, la lucha deja de ser contra el capital y pasa a ser una disputa psicológica entre quienes desean mandar y quienes desean no ser mandados. Ninguno de los dos polos toca la estructura real del problema.
Se supone que la revolución debe optar entre un mando férreo o un festival de voluntades dispersas. En ambos casos, la mercancía sigue circulando, el salario sigue gobernando, la economía continúa existiendo como categoría autónoma. El drama se desplaza del contenido material al diseño formal: ¿quién ordena?, ¿quién obedece?, ¿quién decide? Pero jamás se discute si la decisión reproduce la relación social que debe abolirse. Autoritarios y antiautoritarios comparten, sin saberlo, el mismo terreno: el del capital que sigue respirando bajo la superficie, intacto. Uno administra la explotación con puño de hierro y el otro la celebra con sonrisas asamblearias, pero ambos respetan la forma-valor como fundamento insuperado y, por tanto, ambos sirven —aunque en formas distintas— a la contrarrevolución.
La verdadera división no pasa por el tipo de mando, sino por la eliminación de las categorías que lo hacen posible: Estado, propiedad, salario, trabajo abstracto, producción como fin. Mientras estas existan, el mando sólo se transforma en estilo. Un comunismo que discute únicamente el “modo” del poder es un comunismo negativo: vive a la defensiva, teme ocupar posiciones, teme organizarse porque confunde organización con dominación. Pero un movimiento que acepta el poder sin destruir su fundamento económico no es más que una gestión renovada de la mercancía: un capital con uniforme rojo o con pañuelo negro, da igual.
La superación no consiste en elegir entre hierro o horizontes, sino en disolver la base material que da sentido a ambas tentaciones. El comunismo no es ausencia de autoridad ni su culto; es la afirmación positiva de una vida donde la producción deja de ser mando y se convierte en actividad humana reunificada. No se trata de “democratizar” el mando, sino de abolir aquello que exige mandar. No se trata de que todos decidan lo que todos deben producir, sino de que el valor deje de dictar la producción.
Mientras el debate permanezca en el nivel moral, las facciones se despedazarán por derechos formales, métodos organizativos o tonos militantes, creyendo discutir el poder cuando sólo discuten el gesto. Es ahí donde la contrarrevolución reina: haciendo creer que la revolución es un problema de formas, no de contenido. La tarea histórica consiste en romper esa dicotomía, no en elegir un lado. Sólo cuando el movimiento abandone la obsesión por la forma del poder y retorne a la crítica material de la sociedad existente, podrá aparecer un comunismo que no sea negativo —un comunismo que no define su programa por oposición a lo que odia, sino por afirmación de lo que quiere construir.
Superar la contradicción no es sintetizarla, sino disolverla: en la comunidad humana no habrá autoridad ni anti-autoridad, porque no habrá base social que exija una u otra. Allí donde desaparezca el valor, desaparecerá la necesidad del mando y también la necesidad de negarlo. La revolución no busca un nuevo distribuidor del poder, sino la extinción de su mecanismo de producción.

2. Líderes vs. seguidores: el teatro jerárquico de la obediencia

Si la primera trampa es autoritarismo versus antiautoritarismo, la segunda se despliega en otro teatro igual de estéril: la oposición entre líderes y seguidores. Se celebra o condena la figura del dirigente como si en ella residiera el secreto de la revolución. Unos buscan al jefe providencial —el estratega, el conductor, el que “sabe”—; otros se ufanan de no seguir a nadie, de disolver la dirección en el asambleísmo infinito. Pero bajo ambos polos respira la misma forma social: la división entre quienes piensan y quienes ejecutan, entre quienes deciden y quienes cargan el cuerpo para realizar la decisión.

El líder y el militante —el cuadro y la base, el estratega y el soldado— son dos funciones de la misma fábrica política. Mientras exista trabajo abstracto, mientras la reproducción social se organice como mando y obediencia, siempre habrá alguien que ordene y alguien que cumpla. La revolución no consiste en invertir papeles o distribuir el liderazgo en cuotas de igualdad; consiste en abolir la estructura que necesita liderazgo. Allí donde la producción de la vida sea cooperación y no mando, no habrá líderes ni seguidores: sólo sujetos que actúan sin jerarquía.

3. Organización vs. espontaneidad: el péndulo disciplinario

La tercera grieta es la que opone organización y espontaneidad, como si la revolución debiera elegir entre el partido de hierro o la explosión caótica de la calle. Un polo desconfía de la creatividad colectiva y quiere reglamento, línea, centralismo; el otro desconfía de la disciplina y fetichiza la emergencia, el estallido, la emoción inmediata. Pero ambos comparten un error simétrico: consideran la forma más importante que el contenido. Una organización que conserva el salario, el Estado y la mercancía sólo administra la esclavitud con mejor contabilidad; una espontaneidad que no destruye las mediaciones sociales sólo multiplica gestos que se desvanecen al contacto con el mercado.

No se trata de elegir entre plan o instinto, orden o caos. El comunismo no será un ejército perfecto ni un carnaval infinito. Será una forma superior de la autoorganización humana, donde la producción y la vida se identifiquen, sin necesidad de reglamento ni improvisación heroica. La disciplina revolucionaria no es obediencia: es consciencia material de un mundo que se derrumba y voluntad práctica de abolirlo.

4. Violencia vs. pacifismo: la moral de los métodos

Otra falsa dicotomía juzga los medios y no los fines: violencia o pacifismo. Se debate si la revolución debe empuñar el fusil o las flores, si conquistar el poder o convencerlo. Pero mientras la mercancía exista, la violencia ya está ejercida: cada jornada laboral es violencia, cada desahucio, cada niño minero, cada mujer en maquila. El pacifismo absoluto ignora que el capital es una guerra diaria; el militarismo absoluto olvida que reproducir la lógica del ejército es reproducir la jerarquía que la revolución pretende destruir.

El problema no es la violencia, sino qué mundo la sustenta. La revolución no glorifica el fusil ni lo condena; lo utiliza sólo para abolir las condiciones que hacen necesario un fusil. La salida no es imponer la paz ni celebrar el fuego, sino hacer que la vida no requiera dominación para sostenerse.

5. Reformismo vs. revolución: la trampa del tiempo político

Se nos obliga a elegir entre reformismo gradual o ruptura total, como si una opción condujera a la libertad y la otra al fracaso inevitable. Pero el reformismo integra al movimiento en la gobernabilidad del capital; la revolución, si sólo es cortina de humo, se vuelve espectáculo sin sujeto. El problema no es la velocidad del cambio, sino si el cambio destruye la forma-valor o la preserva.

Reformar sin abolir el trabajo asalariado es maquillar la celda; revolucionar sin tocar la mercancía es cambiar al carcelero. El horizonte no es mejorar la gestión —roja, verde o progresista—, sino abolir las categorías que hacen gestionable la vida humana. La verdadera revolución no negocia con la economía: la desactiva.

6. Masas vs. individuo: el espejismo sociológico

Una última dicotomía enfrenta al individuo creador con la masa amorfa. Unos proclaman el genio, la conciencia singular que ilumina; otros la potencia impersonal del pueblo en marcha. Pero individuo y masa son productos del mismo régimen: el capital necesita átomos para juntarlos como mercancía y colectivos para usarlos como fuerza de trabajo. El comunismo no exalta al individuo ni disuelve al sujeto en la multitud: supera la separación.

Cuando la comunidad ya no sea agregación de soledades ni rebaño que obedece, el sujeto será simultáneamente singular y común. No habrá héroes ni masa: habrá humanidad actuando sin mediaciones.

Epílogo: Que caigan las formas, que nazca la vida

Las falsas dicotomías mantienen el pensamiento en la superficie. Mientras discutimos estilos de mando, métodos, ritmos, liderazgos y sensibilidades, el capital sigue reproduciéndose sin contestación. La revolución no resuelve dicotomías: las destruye. No busca un punto medio entre autoridad y libertad, entre dirigente y base, entre orden y espontaneidad. Busca abolir la forma social que exige esas oposiciones.

El comunismo no es versión moral del poder; es abolición de su fundamento económico.

Cuando el valor desaparezca, el mando desaparecerá.

Cuando el salario desaparezca, la obediencia desaparecerá.
Cuando el trabajo abstracto desaparezca, el Estado caerá con él.

No queremos tomar el mundo: queremos dejar de reproducirlo.
No queremos dirigir a nadie ni que nadie nos dirija: queremos vivir sin dirección porque el mundo ya no necesitará ser mandado.

Y ese día —sin líderes, sin seguidores, sin mando ni anti-mando—, la historia por fin habrá comenzado.

Comentarios